Los guardianes de La Estrella

Sinforosa y Juan Martín son los únicos habitantes de La Estrella, un barrio rural perteneciente a Mosqueruela (Teruel). Estuvimos varios días con ellos en 2016, durante una romería anual que acoge a los vecinos de Mosqueruela y a los que se fueron de La Estrella y también en soledad. Tres años después, volvimos a pasar varios días con ellos para actualizar y ampliar la historia. El resultado fue un capítulo de ‘Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural (Libros del K.O., 2017) y un reportaje extenso: ‘Los guardianes de La Estrella’.

Con imágenes de Maysun y edición de Leila Guerriero, este reportaje fue publicado en el nº de diciembre de la revista Gatopardo (México).

Fragmento:

Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes de futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.


Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de
las dos hospederías de la iglesia. En estas calles en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años 50, fueron vaciando la aldea hasta que en los años 80 solo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Juan Martín y Sinforosa se convirtió en resistencia.


—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.


Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.


Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente.


Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.

Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un
camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.


—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier
manera. No es igual…

—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.

[…]

Texto completo en Gatopardo (número de diciembre de 2019). También publicado online.

Publicado por Virginia Mendoza

Periodista y antropóloga. Autora de 'Quién te cerrará los jos. Historias de arraigo y soledad en la España rural' (Libros del K.O.) y 'Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada'. Empecé a escribir en los márgenes de los prospectos de mi abuela. Ahora lo hago en Yorokobu, Ling, Verne y Altaïr, entre otros.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: